e-lecciones de modestia

Fragmento del retrato de Manuel Molina, obra de Patricio Hidalgo. Molina fue un gran innovador en el ámbito del flamenco, y, en concreto, de su escritura.

El reciente curso de Letras Flamencas, de la Escuelita de las Palabras del poeta amigo Miguel Ángel García Argüez, me ha dado mucho para pensar, que es casi lo mejor que se le puede pedir a un curso de cualquier cosa: no sólo que te ofrezca un camino para adquirir o afinar ciertas habilidades, sino que te haga replantearte temas, que te obligue a detenerte y reflexionar.

La primera lección de humildad o modestia y casi inicial del curso, fue la siguiente: si te quieres poner a escribir letras flamencas, experimentar o adentrarte en ese inmenso territorio, debes «dejar al poeta» fuera. Entiendanme: al poeta con sus manías de poeta y su obsesión por la voz propia y que se note que está ahí. El acervo flamenco viene de muy lejos y si quieres que tus versos suenen como parte de ese acervo o que no desentonen, hay que adquirir precisamente eso, un tono que encaje en ese acervo, que de él se alimente y a él alimente. No hay interés, al menos de entrada, en tus «originalidades». Lo dice en una de sus Coplas de nadie Francisco Díaz Velázquez: «Las coplas son como el aire: / para poder ser de todos, / tienen que no ser de nadie»

Nadie: eso nos lleva a otra lección ( o elección, que cada quien hará lo que quiera, claro está). Don Juan de Mairena nos lo explica: «Nunca, nada, nadie. Tres palabras terribles; sobre todo la última (Nadie es la personificación de la nada) . El hombre, sin embargo, se encara con ellas, y acaba perdiéndoles el miedo…¡Don Nadie! ¡Don José María Nadie!¡El excelentisimo señor don Nadie! Conviene que os habituéis- habla Mairena a sus discípulos- a pensar en él y a imaginarlo. Como ejercicio poético no se me ocurre nada mejor». En estos tiempos de tontería infinita y viral, conviene siempre volver a ver que diría el Sr, Mairena, qué pensaría de estos tiempos en que «ser alguien» es el gran objetivo. Como decía aquel personaje de la serie para adolescentes Glee: «ser anónimo es peor que ser pobre». Pues antes de engolar la voz y ponernos estupendos, creo que una buena lección (elección) de modestia sería pensar en eso, en los poemas de nadie, de ese nadie con quien ya ni cruzamos la vista en la guagua, entretenidos en el flujo sin fin de imágenes en nuestras pantallitas.

Tercera lección de humildad que el acercamiento a la escritura flamenca ofrece gratis: quien compone la letra flamenca no es su dueño, no decide cómo se interpreta, no tiene al respecto voz ni voto. En el cante, quien canta es el o la protagonista, y el momento que todo lo determina es el momento en que el cante brota. Todo apunta ahí. Esto no es como hacer la letra de una canción o que un músico tome tus poemas para componer una. El cante no es canción, no funciona así, y será el cantaor, la cantaora, quien decida como desarrollar el cante a partir de la letras que guarda en su memoria, y que son casi esquema abierto con el que operar. Si tiene que meterle una palabra no prevista en medio en ese momento, lo hará, si tiene que alargar o reducir un verso, lo hará, si ha de comerse una o dos sílabas, lo hará, y tú, el de las letras, no tienes nada que decir. El cante es el protagonista, el cantaor es el protagonista, ni siquiera lo es el guitarrista a pesar de contar con sus espacios para el lucimiento. Al final todo apunta al momento en que la voz se arranca.

Y con estas lecciones básicas en la cabeza, volví a leerme de una buena sentada la introducción al Figuras Flamencas de Patricio Hidalgo, firmado por Miguel Ángel Rivero Gómez, que ya en su momento me produjo un serio impacto, pero que tras la sesiones con Miguel Ángel, creo que soy capaz, por así decirlo, de leerlo mejor, siempre, eso me temo, desde un punto de vista no flamenco (pocas personas o cosas menos flamencas que yo, la verdad) sino desde el de un poeta de raíces aereas, un poco de aquí y de allá, y novelero como buen habitante de una ciudad portuaria.

Ya en aquella primera lectura, me quedé enganchado en esta cita cita luminosa de Ortiz Nuevo y su «Alegato contra la pureza», así que me voy a repetir un poquito: no muere el flamenco, porque continúa «indagando en la memoria futura de lo nuevo que ni siquiera se conoce». Lo releo y pienso que eso exactamente debería poder decirse de cualquier forma de arte vivo, y de la poesía en particular.  Indagar en la memoria futura de lo nuevo, vaya tarea: tratar de ponernos en los ojos de quien, dentro de cien, doscientos años, mirará todo nuestro trajín vital, social, histórico, cultural, tratando de encontrar pistas que lo expliquen, tratar de ser, de alguna manera parte de ese rastro, de esa memoria futura.

Me ha interesado mucho la indicación de Rivero de que la reivindicación del flamenco procede de los artistas (músicos, pintores, poetas) de la vanguardia de principios del siglo XX: “Tengamos presente que el espíritu de las vanguardias partía de una alianza con la cultura popular, que se reivindicaba frente a la cultura burguesa oficial, y de cierta propensión hacia el primitivismo”. Todo esto, me temo, ya no existe. Las “vanguardias artísticas” presentes van a su bola, buscando una amable curador que las explique, venda e integre en la próxima exposición, catálogo o antología, y la cultura popular «ancestral» está en casi todas partes laminada o restringida a lo que podríamos llamar «ámbito folklórico», salvo que que entendamos (que podríamos) por cultura popular ahora a la “cultura callejera” o «urbana». Cabe hablar de un «floklore urbano» cambiante, que empezó cuando las ciudades comenzaron a crecer de veras y los pueblos a desalojarse, con los tugurios primero (los cafés cantantes flamencos, los boliches del tango), las orquestas de baile y el jazz un poco más tarde, que siguió con el rock’n’roll, el tecno, el rap, las raves, y cuyos nuevos avatares serían el trap, el reagetton… que tan nerviosos pone a los bienpensantes, que ahora resultan ser señoras y señores de la izquierda. Esa cultura que se define a sí misma como “urbana” (hablan de “género urbano”) es producto de esos “no lugares” que son las barriadas de nuestras inmensas ciudades globales, tan desgraciadamente parejas.

El flamenco, como arte vivo que no es folklore (el mensaje número uno de Miguel Ángel en el curso) puede conversar con los artistas de su tiempo de otras ramas, y eso es un privilegio, al menos en Europa, de las y los poetas andaluces fundamentalmente, porque en otras partes, ese diálogo entre un arte popular vivo y exigente y la digamos, con muchas comillas «poesía culta» o «Arte» es imposible, porque no existe, más allá del elemento «conservacionista», ese folklore popular con el que conversar y confrontarse para hacer «vanguardia popular». Tal vez las y los poetas deberían (deberíamos) detenerse un poco a pensar en esto: por una parte, en la relación de nuestro trabajo, si alguna tiene, con (vuelvo a esta palabra, pero creo que es importante) el acervo, con la memoria de su tradición poética, tanto «popular» como «culta», y, por otra, en cual sea su trato con ese actual folklore urbano, que no para, por otra parte, de producir rimas. ¿No debemos tener nada que ver con eso? ¿ Ni siquiera para confrontarnos con todo ese torrente verbal que mana de los barrios de nuestra ciudades? ¿No tenemos nada que decir, o reflexionar sobre esto?

Rivero nos trae las palabras de un artista de vanguardia, pero muy atento y relacionado con el mundo flamenco como Francisco Moreno Galván, que define el arte como “la huella espectral de un momento histórico” . ¿Hasta qué punto el arte actual, y las palabras de los poetas actuales formaremos parte de la «huella espectral» del presente? ¿Hasta qué punto nuestro trabajo será «memoria futura de lo nuevo, que ni siquiera se conoce»? Pese al discurso dominante del individualismo ego-ista feroz, las y los poetas no trabajamos en la nada, somo hijos de nuestro tiempo (volviendo a Moreno Galván: «la realización del arte es individual pero su testimonio es colectivo”), y nuestro tiempo debería asomar en los poemas, pero no por su carcasa o su argot, que, seguramente desaparecerá en nada, como ha sucedido antes, sino apalabrando las tensiones profundas, los dolores colectivos y los conflictos que, expresamente o no, atraviesan nuestras vidas en estas primeras décadas del siglo XXI.

Y esto nos lleva a otra referencia que hace Rivero a Moreno Galván, cuando habla del flamenco como “El aprendizaje del arte de la escucha y el silencio”, eso que tantas y tantos fueron a buscar a Oriente, cuando de Oriente nos los trajo en sus carretas el pueblo gitano a la puerta de casa. Ese arte de la escucha y el silencio, en mi opinión, debe estar en la base de cualquier escritura poética que no alimente la verborragia, que vaya más allá de la convención, sea esta del sabor que sea.

Otra lección para poetas: dice el cantaor Pepe el Cachas: “el cante no es bonito”. Digo yo: tampoco el poema debe o no tiene por qué serlo. Y Rancapino: “el cante duele cuando estás en el límite”. Y el pintaor Patricio Hidalgo: “El flamenco es un arte vivo, y como arte vivo, se pelea consigo mismo y no cede ante ningún reto”. Y una vez más me pregunto ¿podríamos sustituir ese «flamenco» de Patricio, ese «cante» que mencionan «El cachas» y Rancapino por la palabra «poesía»? ¿Podemos las y los poetas ser menos exigentes frente a los límites y retos del lenguaje y la experiencia vital, limitarnos a sonreir con suficiencia?

Y esto nos lleva a otros terrenos: a la verdad y la autenticidad que son, dice Rivero, “las dos virtudes éticas propias del flamenco”. “Se canta con verdad y sin imposturas, y quien canta arriesga, se la juega en cada tercio, en cada asalto de la batalla del grito, de la palabra ante el inmenso vacío del silencio, tan esencial y tan difícil en el cante, tan decisivo a la hora de abrirnos las heridas”. (…) “Sólo se puede alcanzar lo desconocido desde el riesgo en el decir y en el hacer”. Este es “el destino de lo jondo”.

Acá dos cosas: nada más lejos de la verdad y la autenticidad que el sentimentalismo (y su infinita sobrecarga de babosería intensita tan frecuente en algunos predios poéticos ). Recordemos lo que dejó dicho Oscar Wilde sobre el sentimentalismo: «Un sentimental es alguien que simplemente desea disfrutar del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello». Y aunque sea una cita más que repetida, como poetas nos toca ser gente dura: sentir el pensamiento, pensar el sentimiento, precisamente para poder «alcanzar lo desconocido desde el riesgo en el decir y en el hacer», eso nos lleva a la necesidad de trabajar desde el silencio, desde la ruptura, desde el atrevimiento formal para conseguir dar con una verdad que lo sea en serio, no un slogan, un meme, o un estúpido mensaje de autoayuda.

RIvero nos trae de nuevo la voz de Patrico Hildago, que, en una entrevista nos dice que “El flamenco transforma la vida en algo misterioso y complejo” (…)”la búsqueda, la persecución inconsciente de aquello que no sabemos y deseamos, la quiebra de los límites. Sólo desde esa actitud puede producirse la revelación, puede estallar la intuición, sin garantía de recompensa ni promesa alguna de sentido.” ¿Podríamos sustituir acá, tal vez, la palabra «flamenco», por «poesía»? Pregunto y me pregunto: No es – o no debería ser- esa búsqueda de lo que no sabemos, la quiebra de los límites, el motor de nuestro trabajo como poetas?

Quizás el primer aprendizaje debe ser, debería ser, el de la modestia del letrista flamenco que sólo aspira a que una voz haga suya sus coplas para convertirlas en cante, en verdad sonora. Quizás no deberíamos olvidar aquello que dijo Ezra Pound, tan mortalmente equivocado en tantas cosas, pero tan agudo siempre hablando de poesía: «Es de enorme importancia que se escriba gran poesía, pero no importa en absoluto quien la escriba».

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