Cuando me rodean los nubarrones de una tristeza aparentemente inexplicable, una tristeza inactiva de tarde de domingo, ya saben, me pongo Porco Rosso. Y se despeja el horizonte.

PORCO ROSSO En el hidroavión. Cielo y mar se conciertan en una lámina azul, un panel de 360 grados sólo manchado por unas nubes, algún golpe de espuma. En ese azul que parece infinito, un punto rojo, una línea sutil de aire estremecido, una aeronave mínima, un piloto intuido que hace un gesto y se eleva hacia el límite oscuro, porque siempre hay un límite. Otro leve movimiento y roza la quieta superficie del Adriático. Ese vuelo encarnado, encendido en su movimiento, es el centro en que el ojo se fija. El ruido del motor apenas nos alcanza y, en un momento, se detiene, queda sostenido por las corrientes invisibles. En ese silencio el piloto, que casi imaginamos, recuerda. Dedica un pensamiento y una ágil acrobacia a quienes ya no están. Y sigue el vuelo. Hasta perderse.
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