Un reencuentro casual con Fernando Quiñones

Hace apenas una semana, durante una visita de trabajo a Valencia, tuve la oportunidad de visitar con calma la estupenda librería París, una de las pocas que quedan en la que puedes sumergirte y encontrar libros más allá de las novedades de escaparate obligatorias, y eso hice, con bastante fortuna. Entre varias sorpresas que agarré sin más, en décimas de segundo, me encontré a este viejo conocido del que ya tenía (desgastado por el tiempo – se trata de una edición de 1976-, las lecturas y las relecturas) un ejemplar.

Me dio igual, para adentro. Yo no soy muy mitómano y el tamaño de mi piso me ha hecho siempre reconsiderar mis pulsiones de coleccionista, pero, ah, de Don Fernando Quiñones, sí, y en particular, con este libro, tengo una deuda infinita de gratitud. Este fue el primer libro de sus Crónicas que cayó en mis manos, y hay libros que te vuelan la cabeza por lo que contienen, pero también por los caminos que te abren, porque te llevan a otros libros a otras visiones, porque te ofrecen un laberinto de hipervínculos que te conducen a nuevos territorios. A través de las Crónicas de Quiñones descubrí que los poemas podían ser en panavisión y ofrecer eso, extensas panoramas de la realidad en toda su terrible complejidad con un puñado de versos. A través de las escaleras de Quiñones, llegué a Cardenal, a los poetas norteamericanos del Modernism, y, claro, al Sr. Pound. A lo largo de mi vida he hecho este recorrido de arriba para abajo, por así decirlo, varias veces, y a las finales creo que me quedo con Fernando Quiñones, porque su ambición abarcadora no venía marcada por algún tipo de doctrina omnicomprensiva sobre la que había que «educar» a la humanidad (llámese fascismo, cristanismo, marxismo…), sino por la curiosidad infinita y la empatía con la naturaleza humana; con toda ella, con sus momentos brillantes y sus debilidades. Crónicas no escritas «desde arriba» o «adelante de», sino al lado, desde la cercanía y la complicidad con el atalayero, el cantaor, el poeta extraviado, el mercader de aceite, el borracho, las putas, los supervivientes de las guerras fratricidas. Al condotiero o al héroe revolucionario sin mácula los mira con deconfianza. Quiñones siempre está ahí, al lado, acodado en la barra con un medio whisky delante, o en la baranda viendo ponerse el sol una tarde más como si fuese la primera y la única, inaugurando el mundo.

Y a veces me olvido de don Fernando, y me da mucha alegría encontrarmelo por sorpresa.

Acá dejo dos poemas de Las Crónicas del 40, y creo que entenderán el taponazo que produjeron en aquel muchacho de 17 o 18 años que se las encontró, como pasa casi siempre con las mejores cosas de la vida, por casualidad.

36 aC-1936: LAS DELACIONES

EN la taberna y ante un vaso
de vino blanco toca el delator
su ganancia, se dice ‘fue más fácil
de cuanto lo pensé’
, ve distraido
dos trirremes la larga chimenea de un mercante

“…DE TRAICIÓN Y CONJURA CONTRA
FLAVIO PERPENNA LUCIO LOPEZ
EN EL CUERPO DE GUARDIA DE EXTRAMUROS”

Desde las Puertas playa arriba sale
el viejo Austin el tordillo
con
la acusación y la sentencia

“Y QUE AL RECIBIR ESTA EL JEFE
DEL PUESTO CUMPLA EJECUCIÓN…

En declive ya el sol
el Levante enarena los flancos del caballo
y las sandalias del jinete el negro
capot las arañadas portezuelas

… INMEDIATA”

La cruz de Flavio es erigida
por el piquete de fusilamiento
junto al tapial
Lucio escucha al morir
la voz de ¡fuego! en una lengua extraña.
COPLAS DE LUIS EL MULA

LUIS El Mula tenía
-ay Pedro Romero-
una cabeza diminuta y larga
sobre unos hombros inacabables
como un higo de tuna encima de una cómoda.

Luis El Mula peleó en el mar
a brazo limpio con una corvina
de metro y medio. El pez estaba enfermo
o aturdido. Lo avizoramos
lejos, desde la playa. Luis corrió
al mar y media hora después, sangrientamente
arañado, feliz, algo mordido,
volvió con su corvina a las espaldas
(la cola se arrastraba por la arena).

Luis El Mula me defendió , y a Antonio
Lloret, contra ocho o diez de la Lonja Chica.
Lo estábamos pasando fatal cuando escuchamo s
el cloc-cloc de sus botos de madera
y en seguida el chocar de tres o cuatro
cabezas empujadas fácil, graciosamente por
un solo manotazo de Luis.
Las cajas de 100 kilos volaban por el aire.

Luis El Mula, también en el Muelle
Pesquero boxeó un día de broma
con Hinestrosa -ay, Pedro Romero-,
profesional muy fino que lo echó
al suelo casi antes de empezar.
Contra los adoquines y la nieve salada
daba susto la cara de Luis que ni sse lo creía.
Hinestrosa huyó a todo correr.
"¡No corras, cabrón, ven p'acá!"
voceaba Luis doblando con las manos
una tira de hierro entre
divertido y lloroso , "¡No corras!".

Luis El Mula en Jerez de la Frontera
(a 50 kms entonces)
y cuando peor andaban las postbélicas hambres
tuvo una amiga rica. El mayordomo
le ponía un pollo por la mañana
y Luis se lo comía en la cama
y otrosí sendos pollos
de almuerzo y de cena: en diez o doce días
se comió el gallinero y volvió a Cádiz.

Luis El Mula fue amigo de uno
y quien me presentó a Eduarda,
esbelta rubita calentísima,
quien me ayudó a limpiar cajas y cajas de cabezas
de merluza y a aprovechar cachetes y cocochas,
quien me daba tabaco algunas veces.

Luis El Mula tenía
cinco ternos, siete corbatas
y una chaqueta espó.

Pero Luis el Mula se aburría, se aburría y se fue.

Pero Luis el mula murió en el puente de Brooklyn, Nueva York,
tiroteado por la policía.




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