Pienso, sinceramente que, habitando estas islas, es necesario volver a la poesía de aquel hijo de Sur, de la isla reseca y pedregosa de poco gusto para el turista, que es Juan Jiménez, en particular cuando el sol impone con fuerza su presencia como en este primer domingo de primavera. Así que me dejo rescatar una entrada de hace alrededor de 19 años (sí, sí) en este mismo blog, en el que releía y animaba ( y vuelvo reeler y a animar) a su lectura, que es volver a un tiempo anterior al de este omnipresente lenguaje inane y pegajoso, con olor a gelatina industrial de sabor a fresa que inunda los estantes de las librerías.
Releyendo a Juan Jiménez
Siguiendo instrucciones de mi amigo Philippe Tacoronte, me he puesto en serioa releer a Juan Jiménez. En su momento, primeros años 80, cuando la mítica coleción de poeśia de la Ed. Benchomo editó «Itinerario en contra», el encuentro con la poesía de Juan Jiménez fue un reactivo clave a la hora de plantearnos de manera práctica la relación entre el hacer poético y el territorio, desde una perspectiva no esencialista. Y ello era porque Juan Jiménez es un poeta del Sur.
Sur en Gran Canaria significa (o significaba) tierra seca, de secos tarahales y cardonales retorcidos, de arena seca sobre los plásticos de los invernaderos bajo los que crece el tomate y las gentes se resecan. Juan Jiménez es de ese Sur que ahora tapa un murallón de naves y centros comerciales, pero que aún existe.
Recuerdo la ocasión en que mantuve una conversación con Camilo Sánchez, otro hombre de ese sur, que llegó a alcalde con el flujo de aquel movimiento asambleario que galvanizo las islas para acabar sumergido y quieto en el estanque nacionalero vigente. Estaba Camilo encendido como un fósforo a cuenta de un problema con la administración central, y nos dijo a mi jefe de entonces, Fernando, y a mí con voz de trueno: «A mí mi madre me parió en una zanja en los tomateros». Juan es de este tipo de gente: trozo de tierra que anda y habla y lucha y canta.
Y Juan es un poeta de una coherencia envidiable. «Itinerario en contra» recoge su obra de 1966 a 1975, y después sólo publicó un pequeño poemario titulado «Epígramas». Y ya está. Dijo lo que tenía que decir, y ante el riesgo de andarse repitiendo o de convertirse en un cortesano de nuevo cuño, guardó silencio. Una lección para todos los que escribimos poemas, siempre en riesgo de caer en la verborragia intrascendente o en esa «poesía del silencio» que, con sabrosas excepciones suele consistir en hacer como que no se quiere decir algo cuando no se tiene nada que decir. Algo muy cercano al silencio cómplice.
Y en eso estoy, encantado, releyendo a Juan Jiménez, poemas como estos:
Somos dos seres solos por amor, dos solos. Dos suspiros gritando. Por donde vamos a salir, por donde. Somos dos y seremos más. Pero siempre enjaulados. Para siempre enjaulados. Es necesario decirlo gritando. Somos cantos rodados, labios del sol. Las piedras que el barranco levanta contra el aire. Los que nunca llegan porque estamos solos. Los perseguidos, los ilusos. Los que no se detienen. pero siempre enjaulados. --- En este tiempo el campo siempre estuvo vacío. Entre tu rostro y el rostro mío no galopa el agua ahora. Sólo el barranco ardido. Entre tu rostro y el rostro mío está el barranco hundido. --- Tu cuerpo arriba eres el cielo y das que tienes un largo olor de millo rebosando. Bajo tu falda el mes de mayo es hembra. Es hoy el primer día del verano y mayo queda en ti, clavado contra tu frente, clavado a pedazos contra tu frente como el dolor de amar cuando se ama después de mucho tiempo. Pero para nosotros no. Ni nunca eso. Ni tú ni yo estamos para olvidar que al tiempo muerto va a yacer la hora la hora y el día entero, el hombre y su mujer, la cabra, lo otro y lo otro, y la mirada más alta. Y, más al sur de nosotros, el deseo y el olor del azufre, el tomatero y el ron quemado, ronde rones mi señor proletario. para nosotros sólo de noche el mar viniendo de la tumba, doblando guitarrón y metalúrgico.
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