Para mí, uno de los grandes libros de poesía de este 2016 que vamos cerrando, es Rehacer el aliento, de Ernesto Suárez.
A este libro ya le dedicamos algunos momentos en este blog, pero volver a él resulta inevitable, porque se trata de un libro cuya lectura nunca termina, que es lo que cabe decir de los grandes libros de poesía.
Suárez es capaz en Rehacer el aliento, de casar transparencia y enigma. Un lenguaje que nos acoge en su sencillez y claridad para dejarnos justo ante las preguntas difíciles, esas que tratamos de esquivar en la vorágine, a veces autoinducida, de las prisas y los plazos, ante esos silencios imposibles de resolver con un poco de ruido traído por los pelos, ese silencio que acompaña a las ausencias. Desde el mismo título, el enigma, la conjetura: el aliento, el hálito, es el gesto esencial de nuestra vida, sin aliento morimos, así de sencillo. En el día a día, decimos que algo nos deja sin aliento cuando nos impacta de una manera especial, o cuando vamos a una velocidad que nos deja sin resuello. Cuando una pérdida nos atraviesa, nos desalentamos y el cuerpo se nos queda envarado o flojo, pero inmóvil aún en algún tipo de movimiento nervioso y sin rumbo. En todo caso, sin aliento nos detenemos. Para empezar a movernos con sentido, para reconstruir una manera soportable de estar en el mundo, hay que rehacer el aliento.
Y esa reconstrucción nos exige detenernos y mirar, estar aquí -este aquí tan desguarnecido- y mirar/vivir con la intensidad que reclamaba Jorge Riechmann en su, para mí, mejor libro de poemas. Esa detención que nos exige Ernesto para entender y disfrutar sus poemas en estos tiempos de mensajes como detonaciones, es un puro gesto de resistencia. Tan oriental en su detención en el momento, y tan isleño en la manera de tender la vista a un horizonte siempre igual y cambiante a la vez. El grupo de poemas «El viajero inmóvil», corazón, en cierto modo, del poemario, expresa con una infinita potencia esa tensión: por una parte un hombre «que mira hacia su centro iluminado», cuyo portal, a su vez, «tiene las puertas abiertas. Las llaves se oxidan en la cancela». Estar, para ser. Ser para acoger.
Ya colgamos aquí unos cuantos poemas de Rehacer el aliento, pero, como les decía, he vuelto a este libro cuyos poemas exigen entrar, salir, volver a entrar, detenerse mientras se enfría el café. Así que no será esta la última vez. Uno de ellos me obliga a pararme siempre, aquí lo tienen:
Bodegón con árbol y mujer
I
Esta noche, cuando volvía hacia la casa, mientras esperaba a que cambiara de color el semáforo, me fijé en la sombra del flamboyán.
Bajo la noche el viento mecía sus hojas.
En apenas un fluir entre las láminas oscuras del aite, el movimiento de todo el árbol. Me imaginé sus flores rojas, esas que yo no veía, las mismas que atrapan mi mirada cuando, bajo el sol, engarzan de color luminoso el dulce rigor de las mañanas y su escarcha. ¿Dónde estaban ahora? ¿Estarán tras el amanecer?
Me quedé un instante bajo el vaivén de las hojas,
invisibles y desnudas.
Después continué mi camino pensando en la mujer
moribunda que se muere sin saber.
Ahora ha de dormir. Los ojos cerrados ocultarán su mirada
verde,
de estanque profundísimo.
Es la mirada ahogada de mi familia y su asombro.
La mujer se llama Agustina pero su nombre no la viste. Es solo es, su nombre.
Sin embargo, busco algo en el resonar de cada una de sus sílabas. Un eje para la respiración, un sonido, aun desde la hondura mayor, posible e imposible, que contenga la vida de Agustina tras sus ojos.
Y tras sus manos inermes.
En el cuerpo de su cuerpo busco.
II
No hay estaciones para adoptar la muerte.
No es el otoño el umbral, ni el sol injusto del verano. No hay estaciones, ya sean de lluvia o floración para el anuncio, para la advertencia de la llegada.
Porque la vida abierta ni va ni vuelve a la cerrazón ineludible que espera. Por eso es necesario buscar todos los labios, buscar hasta besarlos en su sabor a nieve y a desierto.
Besar todas las bocas de la vida, en el aquí que inunda y apenas guarece.
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